El extractivismo caracteriza las estrategias económicas de Bolivia, Ecuador y Perú, en los que las rentas extractivas se han consolidado como fuente relevante de ingresos fiscales. Ello explica que exista una tendencia a la aceptación cultural de la minería, por parte de gobiernos y opinión pública, con la excepción de las comunidades afectadas en zonas rurales, en situación de extrema pobreza y habitualmente de población indígena. La minería genera beneficios para los operadores mineros, pero siempre conlleva impactos socioambientales negativos en el territorio. De hecho, supone la afectación de derechos de carácter individual, tales como el derecho a la salud, al agua, a la alimentación, así como a derechos colectivos de pueblos indígenas. Además, los fenómenos de criminalización de la protesta suponen una fuente de vulneración de los derechos más elementales de autoridades comunitarias, activistas ambientales y/o defensores de derechos, incluyendo el derecho a la vida o el acceso a la justicia y a la defensa. Los patrones de vulneración de derechos afectan especialmente a las mujeres. Dichas comunidades afectadas no disponen de información ni de herramientas de incidencia para proteger y defender sus derechos, por lo que reaccionan como pueden, en ocasiones de manera violenta, lo que les posiciona negativamente en la opinión pública como radicales irracionales.

El modelo extractivista adolece de retos no resueltos de gobernanza, debido a la asimetría de poder entre los operadores mineros, que cuentan con el apoyo del Estado, y las comunidades rurales, que sufren altos niveles de desprotección. Por un lado, las concesiones se realizan excluyendo las comunidades afectadas, que desconocen los alcances de los contratos. Por otro lado, el Estado no cumple con sus funciones básicas en materia de regulación, control, monitoreo ambiental y fiscalización de las operaciones mineras. En este contexto, la gobernanza es confiada, en muchos casos, a la buena voluntad de autoregulación de los operadores mineros, que no tienen incentivos para llevarla a efecto. En este contexto, la Intervención pretende atender varias problemáticas derivadas de la débil gobernanza del sector minero: i) falta de capacidad de la población local para conocer, proteger y exigir sus derechos; ii) desconocimiento de los patrones de afectación socioambiental de la minería, en particular a las mujeres; iii) falta de evidencias sobre las afectaciones mineras; iv) debate público dominado por relatos interesados de parte carentes de datos fehacientes; iv) falta de capacidad y conocimiento de autoridades locales sobre gobernanza del sector minero; v) prácticas de cooptación de autoridades locales por parte de operadores mineros; vi) desconocimiento y/o débil aplicación de los principios rectores de derechos humanos de Naciones Unidas y del enfoque de Debida Diligencia, entre otras. La situación se ha visto agravado en la situación post-pandemia. La minería artesanal ilegal es vista como salida a la crisis, reportando beneficios a corto plazo para algunos actores, en detrimento del conjunto de la población en los territorios.

La Intervención tiene una duración de 36 meses y un presupuesto total de EUR 1.582.006. Se inscribe en la convocatoria temática 2020 del Programa de Acción Multianual 2018-20, con fondos del Instrumento Europeo de Democracia y Derechos Humanos. La convocatoria tenía tres lotes y la Intervención se alineó con el Lote 1 (Empresas y Derechos Humanos). La Intervención es implementada por la organización no gubernamental italiana We World – GVC (WW-GVC) como entidad solicitante, junto a 3 entidades afiliadas locales en Bolivia, Ecuador y Perú, respectivamente: i) Comunidad Sustentable, paraguas legal del Centro Documentación e Información de Bolivia (CEDIB); ii) Fundación COMUNIDEC en Ecuador; y iii) Centro de Estudios Regionales Andino “Bartolomé de las Casas” (CBC).